El día 28 de junio de 2018 no nos costó madrugar, es más, el grupo de 144 educadores vicencianos que estábamos en Éibar, amanecimos con la ilusión certera de saber que íbamos a conocer, sentir y vivir los lugares de origen y experiencias de la infancia de nuestro querido Fundador: San Vicente de Paúl.
El viaje comienza a las 9:15 horas. Destino: El Berçeau, lugar de nacimiento. El trayecto se hace cómodamente pues acompaña el paisaje típico, repleto de caseríos aislados, plantaciones de manzanos y vid, y, en definitiva, «naturaleza que hipnotiza».
Lo primero que vivimos fue una hermosa celebración en la renovamos las promesas de nuestro Bautismo. Entrábamos en la Iglesia que fue testigo del Bautizo de San Vicente. Allí, dejamos todos nuestros deseos y peticiones ante la pila bautismal, utilizando el símbolo de la luz. En este ambiente, escuchando un bello repiqueteo de campanas, se agolparon las emociones, pues revivimos y afirmamos nuestra misión heredada y, con ello, recordábamos a «los nuestros», principalmente nuestros alumnos y, entre éstos, los más necesitados.
¡Pero aún quedaba más!
En unos diez minutos llegábamos al Berçeau y, allí, nos encontramos con la casa que vio nacer y vivir a San Vicente los primeros años de su vida. Mientras saboreábamos nuestro picnic rodeados de un paisaje idílico vimos, como si saliera de la nada y con una gran historia que contar, las casa de Ranquines.
Fue curioso, éramos muchas personas alegres y parlanchines… pues bien, al entrar se hizo un silencio absoluto. Se oye a alguien que dice: «Se palpa la emoción». Nada más real.
Jamás una casa suscitó tantos suspiros, unos zapatos tantas fotografías, unas habitaciones tanta imaginación. San Vicente estaba allí, lo vi en todos y cada uno de nosotros. Lo vimos mirándonos a los ojos. Unos ojos que decía sin hablar: ¡GRACIAS!
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